Ruinas urbanas. Topofilias y narrativas del despojo en Santiago y en Bogotá

Francisca Márquez. Universidad Alberto Hurtado, Santiago, Chile.

Andrés Góngora. Museo Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia.

resumen | Se narra la historia de dos barrios latinoamericanos que fueron desalojados y demolidos: Villa San Luis en Santiago de Chile y la calle del Bronx en Bogotá, Colombia. Desde la etnografía se muestra cómo sus ruinas incomodan a inversionistas y gobernantes locales que buscan removerlas para desarrollar proyectos inmobiliarios y de renovación urbana; y cómo sus antiguos habitantes y gestores movilizan distintos dispositivos artísticos y patrimoniales para resguardar y conservar las memorias de estos lugares. Mientras los agentes interesados en remover las ruinas de estos barrios consideran las materialidades derruidas como un estorbo para el progreso y el paisaje urbano, para sus habitantes dichos vestigios conservan aún memorias, emociones y vivencias. Se concluye que en las topofilias arraigadas en las ruinas, en cuanto relación emotiva con anclaje al lugar y su materialidad, reside una potencia creativa con capacidad de agencia política.

 

palabras clave | renovación urbana, cultura urbana, violencia.

 

abstract | The following work narrates eviction and demolition processes of two Latin American neighborhoods: Villa San Luis in Santiago de Chile and the Bronx Street in Bogotá, Colombia. Through ethnography, we show how the ruins discomfort investors and local governors, who seek to remove them in order to develop real estate and urban renovation projects. We also show how former inhabitants and supporters preserve the memories of these places. For the agents who intend to remove these neighborhoods, the collapsed materialities still preserved are a hindrance to progress and spoil the urban landscape. Meanwhile, for the people, the ruins embody emotions, experiences, and memories. We conclude that in the topophilies of these ruins, understood as emotional relationships anchored to the place and its materiality, a creative power resides, with the capacity for political agency.

 

keywords | urban renewal, urban culture, violence.

Recibido el 5 de mayo de 2021, aprobado el 14 de julio de 2021.

E-mails: F. Márquez, fmarquez@uahurtado.cl | A. Góngora, agongora@museonacional.gov.co

Introducción

A partir de las historias de dos barrios, Villa San Luis en Santiago y la antigua calle del Bronx en Bogotá, analizamos cómo programas utópicos, configuraciones heterotópicas, memorias y emociones se inscriben en las ruinas urbanas, movilizando ideas e imaginación para su reinvención, renovación y reutilización. La tesis central de este artículo es que en las topofilias (Tuan, 2007), entendidas como relaciones emotivas con anclaje material en lugares, cuerpos y objetos, reside una potencia creativa con capacidad de agencia política para las memorias marginadas de nuestras ciudades.

A continuación, mostraremos cómo cada uno de los espacios ruinosos estudiados afecta el paisaje, la ciudad y los cuerpos de sus habitantes. Describiremos cómo desde la memoria y la imaginación de los antiguos moradores, y desde el arte que ellos proponen, surgen extensiones materiales y existenciales de estos territorios devastados por el impulso del progreso (Benjamin, 2011). La pregunta que aquí interesa es cómo, a través de estos vestigios disputados, reacondicionados y narrados, se expresan y reavivan las memorias, las topofilias y las visiones de mundo de quienes alguna vez los habitaron.

Los casos analizados permiten situar dos perspectivas contrapuestas sobre los posibles destinos de las ruinas urbanas latinoamericanas. Por una parte, está la lectura desde el poder y los proyectos urbanos. Para quienes defienden esta visión de mundo, los barrios ruinosos son lugares distópicos que ponen en riesgo una noción de urbe alineada con los valores y la estética neoliberal (Arizaga, 2019; López-Morales, 2011; Suárez, 2010, 2012). Varios estudios señalan cómo, en América Latina, la solución de los conflictos relacionados con el deterioro social y arquitectónico de las centralidades urbanas ha sido la expropiación de comunidades marginalizadas y la subsecuente intervención urbanística con fines de especulación inmobiliaria y revalorización del suelo (Azuela, 2013; De Mattos, 2006).

Por otra parte, está la lectura de los antiguos habitantes de estos lugares, para quienes las ruinas hablan de memorias, presencias pretéritas y topofilias gestadas en sus territorios, mientras que como veremos la renovación urbana es sinónimo de despojo, riesgo e incertidumbre (Villate, 2015). Según Tuan (2007), la topofilia puede ser definida como el principio organizador de las diferentes formas en que los pueblos y los individuos sienten el lugar y el espacio. Por tal motivo, cuando la experiencia de topofilia se impone como emoción, es posible asegurar que el entorno porta acontecimientos y memorias de gran valor existencial y simbólico. Para los antiguos habitantes de la Villa San Luis y del Bronx, las ruinas de sus barrios son más que materialidades decadentes y vacías. Por el contrario, son soporte de sus memorias, elementos que invitan a reimaginar usos y significados, a contestar y resistir a la estética del progreso y del capital que pretenden imponer, con inocultables contrastes, las urbes latinoamericanas.

En el centro de esta discusión está la política de la materialidad, esto es, su maleabilidad e historicidad. La tesis que aquí se desarrolla señala que, en tanto artefacto cultural, la ruina no solo confronta la forma urbana, la contradice y tensiona; también la completa en sus narrativas subalternas. Ya sea como ruina, como escombro o desecho, ella opera como epítome del miedo y el desorden que desestabiliza el proyecto de ciudad moderna e introduce la desorganización como principio de posibilidad (Balandier, 2003). Como ruina, vestigio a menudo fetichizado que abre horizontes para la reinvención y el resguardo, en ella se movilizan y entrelazan agencias histórica y culturalmente situadas. Sin embargo, en este ir y venir, tanto la historia como la cultura participan desde una densidad significante, dejando espacio para la participación de la imaginación, los afectos y la magia de la mímesis y los sentidos sobre esa materialidad (Taussig, 2002). De allí que los destinos de un mismo barrio abandonado sean controversiales y evoquen narrativas y emociones tan disímiles; de allí que los guiones y cursos de acción que estas materialidades provocan sean siempre proyectos en movimiento con efectos impredecibles, más que propuestas clausuradas (Göbel, 2015; Latour, 2013; Latour & Yaneva, 2008). La figura de la ruina permite, entonces, interrogarnos sobre el misterioso modo por el cual formas sociales fragmentadas conviven y se desplazan, posibilitando nuevas formas sociales, nuevas totalidades sociales que se imponen a la suma de las partes, de manera precaria, voluble y siempre inestable. En este sentido, la invitación es a pensar las ruinas como sitios dinámicos atravesados por narrativas culturales que, a modo de palimpsestos, modelan los recuerdos, pero sobre todo las historias a futuro. Detenerse en las ruinas no es, en estos términos, una invitación a la nostalgia, sino a una “excavación reflexiva” capaz de conducir a la revisión histórica y la creación de futuros alternativos (Lazzara & Unruh, 2009).

A través de la descripción de cómo artistas, gestores y habitantes intervienen y transforman los escombros y las ruinas de manera creativa, nos proponemos comprender cómo dichas materialidades movilizan memorias y afectos para cambiar el curso de la historia. Veremos que, aunque las ruinas siempre albergan algo de nostalgia y melancolía, las memorias y topofilias que allí se incuban también pueden ser productivas y creativas. Sin embargo, las ruinas a menudo plantean dilemas éticos y políticos para quienes deben decidir cómo relacionarse y qué hacer con ellas (Lazzara & Unruh, 2009). En este sentido, las ruinas pueden también ser sitios que, desde el arte y la creación, permitan transitar hacia “fronteras de acción” y “pensamiento colectivo” que nos alejen de la distopía del escombro, y del peligro de la reificación y el estancamiento histórico (Masiello, 2009; Taylor, 2009).

Qué y cómo recordar plantea, sin embargo, interrogantes que no son fáciles de responder. Para algunos, agentes del patrimonio, la respuesta es fijar y reordenar los escombros para dar paso a la ruina, y con ello dejar el pasado intacto a modo de alegoría de un pasado feliz (Gordillo, 2018). Para otros, gestores de la memoria, el camino es la lucha por la dignificación del propio pasado, permitiendo que las ruinas honren a los muertos y respeten el sufrimiento de quienes han sido violentados en sus derechos. Para sociedades signadas por la violencia y la violación a los derechos humanos, enfrentar los residuos materiales como metáforas de dicha historia es siempre un proceso abierto. Tal como veremos a través de los dos casos analizados, la maleabilidad de las ruinas, trabajadas a través del arte o guiones curatoriales, permiten ciertamente crear, a través de objetos, recuerdos que entretejen la propia historia y biografía a una narrativa nacional; y con ello, la posibilidad de abrir un camino hacia el duelo y la reparación del trauma histórico (Arnold-de Simine, 2013).

En el caso de Villa San Luis, se analizan tres dispositivos que pobladores y gestores de la memoria (Jelin, 2002) movilizan en función de producir un desplazamiento simbólico y emocional desde la distopía de los escombros y grietas de la violencia, hacia las ruinas como heterotopías de la materialidad restaurada. En este trabajo de la memoria, las topofilias operan como soportes esenciales para el duelo y la puesta en valor de la propia historia. Argumentamos que aun cuando los tres dispositivos (monumento / arte / museo) son respuestas diferenciadas frente a la memoria y la materialidad violentada, en los tres caminos están presentes el duelo y la filiación afectiva al lugar y sus vestigios. En el caso del Bronx, presentamos un trabajo de arte y memoria alrededor de un lugar marginalizado cuyas ruinas delatan y condensan los estigmas y la violencia generados por décadas de “guerra contra las drogas” en Colombia. Aquí el dispositivo lo constituyen las memorias cantadas de habitantes de calle compuestas en clave de hip hop y un proyecto museal que explica la manera en que se tejen y actualizan los vínculos existenciales con el territorio y sus vestigios, incluso después de su desaparición física. Pensamos, desde una perspectiva antropológica y comparativa, que todas estas conexiones entre ruinas y memoria, desplegadas por gestores de la memoria y exhabitantes de Villa San Luis y la calle del Bronx, pueden ser interpretadas como vínculos topofílicos que a través de diferentes dispositivos (arte, monumento, museo), logran amarrar el pasado al presente.

La investigación se vale de un enfoque etnográfico y comparativo. En ambos casos se trabajó con la observación y registro como dispositivo de descripción densa de los lugares (Geertz, 1987); una observación detenida, acuciosa y que desnaturaliza la cultura y sus materialidades, permitiendo interrogarla desde su contingencia y su presente (Guber, 2004). Sin embargo, los cercos que impiden el ingreso a Villa San Luis obligaron a un trabajo de observación y registro de las materialidades desde las veredas; una distancia que se compensó parcialmente con las entrevistas a informantes clave. En el caso del Bronx, la imposibilidad de estar en el territorio se subsanó con la realización de una exposición en la cual se creó un modelo a escala del lugar antes de ser derruido. Durante este ejercicio se realizó un trabajo colaborativo con técnicas de la cartografía social, la etnografía y la investigación-acción participativa (Fals-Borda, 2009; Góngora et al., 2021). Luego fue posible regresar al territorio con sus antiguos habitantes para recorrer sus senderos y recordar la vida que allí alguna vez transcurrió. En ambos casos pudimos trazar conexiones parciales (Strathern, 2004), siguiéndole el rastro a los escombros, las ruinas y las personas que se conectan emocionalmente con ellas. En los dos ejemplos comprendimos las experiencias de quienes construyeron relaciones significativas con sus antiguos barrios, exploramos la actualización y el mantenimiento de los vínculos entre habitantes y lugares y describimos las tramas emocionales que los soportan. Al final del artículo planteamos algunas reflexiones generales sobre la relación entre emociones, ruinas, prácticas artísticas y política, partiendo del interés de los antiguos moradores de estos barrios y de algunos de sus colaboradores por construir dispositivos de memoria y espacios museales que cuenten su historia. Nos llama especialmente la atención el rol de los nuevos museos, en los cuales memorias y traumas puedan ser abordados a través de respuestas éticas y estéticas y de procesos de mediación que generan solidaridad y empatía (Arnold-de Simine, 2013). Vemos cómo en estos lugares, que trascienden la idea de galería e invitan a la apropiación performática del espacio público, las narrativas autoritarias y hegemónicas dan lugar a experiencias y memorias silenciadas, resaltan testimonios individuales, rescatan luchas colectivas y reinventan los modos de exhibir y representar la alteridad (DidiHuberman, 2014; Taylor, 2009).

Villa San Luis, Santiago. 1970-2020

Villa San Luis, conjunto habitacional modernista ubicado en el corazón de una de las comunas más pudientes de la ciudad de Santiago, encarnó el sueño de justicia social de la revolución socialista de los años setenta. Era, o sería, una ciudadela para familias obreras en la ciudad segregada y desigual; una ciudadela que se compartiría con familias de clase alta y de clase media. Con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular, esta ciudadela de la revolución socialista encontrará su fin. Su historia simboliza también la historia reciente de la ciudad y del país en su conjunto (Chiara & Pulgar, 2008; Márquez, 2017).

En el programa de transición al socialismo de la Unidad Popular (1970-1973), el Estado era el principal constructor de vivienda y urbanización. El desarrollo de la ciudad debía ser homogéneo e inclusivo, permitiendo alcanzar una mayor integración social. La vivienda y el suelo urbano no serían mercancías, sino derechos garantizados a toda la población (Figura 1). En ese contexto debe comprenderse el objetivo político de ampliación del espacio público y valorización de un nuevo paisaje urbano nacional; una propuesta que contenía la denuncia a la prevalencia de criterios de mercado en las políticas habitacionales, pero que también daba espacio a la organización, como el “Comando de pobladores sin casa” (Cofré, 2012; Raposo & Valencia, 2004).

El arquitecto Miguel Eyquem, responsable del proyecto original de Villa San Luis,1 recuerda el cuidadoso diseño de ciudadela dentro de la ciudad: “A nivel de la calle, se establecía una manzana corrida de comercio de útiles domésticos y mantenimiento técnico con talleres artesanales: mueblistas, gasfíter, taller de hojalatería y soldadura. Habría jardinerías, cántaros, tierra, abono, flores. Un patio central con terrazas y cafés. En segundo piso, habitaciones para los propios que ahí trabajaban, sin problemas de transporte. El conjunto en general poseía grandes áreas verdes. No serían campos de golf [como hoy día] sino áreas verdes que se convertirían en un dibujo matemático de melgas paralelas a los edificios” (com. pers., 2018). En abril de 1972, se entregaron los primeros 252 departamentos, y así sucesivamente hasta 1973 (Consejo de Monumentos Nacionales [CMN], 2017).

figura 1 | Familias de pobladores asentadas en campamentos adyacentes a Villa San Luis, s.f.

Fuente: Miguel Lawner, archivo personal, Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU) ©

Tras el 11 de septiembre de 1973, al igual que ocurre con otras 30.000 familias en Chile (Morales et al., 1990), los vecinos de Villa San Luis fueron desalojadas violentamente por camiones militares. Tal como recuerda el arquitecto Lawner, “esta magnífica experiencia fue interrumpida de forma bárbara, inaceptable... Las últimas doce familias fueron arrojadas a potreros de la periferia, no sabían dónde estaban, los dejaron botados. Indigno. Podemos calificarlo, a juicio mío, como el más grave atentado de los derechos humanos en el ámbito urbano generado jamás en la historia de Chile”.2 En efecto, el 28 de diciembre de 1976, un grupo de 112 familias de Villa San Luis fueron desalojadas a medianoche y trasladadas a diversos puntos de la ciudad (CMN, 2017). Tras el despojo, y hasta mediados de los años noventa, la Villa fue ocupada fundamentalmente por familias militares (Allende & Olave, 2018; Lawner, 2007).

El año 1997, sin embargo, el Ejército anunció que se había vendido el terreno a la inmobiliaria Parque San Luis. Montado sobre una retroexcavadora, el alcalde de la comuna de Las Condes, Joaquín Lavín, asestó el primer golpe a uno de los edificios, luego derrumbado hasta terminar en un amasijo de escombros y varillas retorcidas. Con ese gesto se dio por iniciada la demolición de Villa Compañero Ministro Carlos Cortés,3 como el presidente Salvador Allende la nominara el día de su inauguración en 1970 (Lawner, 2007). Transformada en una mixtura de materiales polvorientos, poco quedaba de la promesa y la utopía socialista. Hoy, el paisaje gris y terroso se refleja en los grandes ventanales de los edificios corporativos que rodean el lugar (Figura 2).

figura 2 | Ruinas de Villa San Luis, 2018

Fuente: Álvaro Hoppe ©, Fondecyt 1180352

Monumentalizar para salvar

Durante décadas, pobladores y dirigentes permanecerán en silencio; concentrados en sobrevivir y hacer frente a la pobreza, no volverán a reactivar su organización sino hasta el año 2015. Con el recambio generacional, la reorganización renace y la memoria se activa. Ese año se formó el Comité de Defensa de Villa San Luis, que gestionó la Declaratoria Patrimonial. Simultáneamente, la Inmobiliaria y medios de comunicación iniciaron una campaña para desalentar dicha declaratoria, arguyendo la condición de ruina de lo que había sido Villa San Luis. Es el lenguaje de la “dislocación”, de la torsión del argumento (Wildi, 2016), que aboga por la renta del suelo y niega la posibilidad de su valor como lugar de memoria.

Y aunque dos de estos edificios lograron resistir en pie hasta el año 2017, la noche anterior a la declaratoria del Consejo de Monumentos Nacionales las máquinas retroexcavadoras de la inmobiliaria quebraron sus losas, dañándolos severamente. Días después de este derrumbe, y gracias a la presión de los pobladores y del propio arquitecto Lawner, el CMN (2017) reconoció públicamente el valor patrimonial de este proyecto “que contemplaba en su primera etapa cerca de mil viviendas [y] fue emblemático desde el punto de vista político y social por romper con la segregación socioeconómica de la ciudad e integrar a la población de diversos niveles socioeconómicos en un mismo espacio urbano”. En estos términos, la declaratoria refiere no solo a los atributos materiales y arquitectónicos, sino también a sus atributos inmateriales; esto es, al “proyecto social, la memoria de las familias, los desalojos, la violación a los derechos humanos” (Martínez & Lawner, 2018; Ministerio de Educación [Mineduc], 2017). Aunque tarde, la declaratoria logró en parte detener el derrumbe y desplazar la mirada desde el escombro a la ruina patrimonial, fijando así su sitial en la historia urbana y social del país (Figura 3).

figura 3 | Ruinas de Villa San Luis en la ciudad espejada, 2018

Fuente: Fotografía de Francisca Márquez, Fondecyt 1180352

Arte y duelo

Objetando los intereses inmobiliarios y a medida que los edificios eran destruidos, una serie de intervenciones artísticas visibilizaron y otorgaron una cierta estética a ese proceso de destrucción. En los términos de Simmel (1988) y Huyssen (2007), ello permitiría el paso del escombro a la producción simbólica y estética de la ruina. Este es el caso de las artistas Tamara Contreras y Janet Toro, quienes, a través de intervenciones artísticas, logran que estos vestigios y fragmentos del pasado sean reordenados para recomponerse en una nueva totalidad que, de alguna manera, permita exorcizar el trauma del despojo e iniciar el duelo.4 Pero, lejos de amarrar un relato unívoco, estas producciones del arte exploran desde una dimensión sensible el poder evocativo de la ruina (Pinochet & Tobar, 2019). A través de la estética y la performance, ellas recomponen y restituyen esta historia, y a los propios pobladores, su sitial en un espacio amenazado por los ejercicios de tabula rasa en la ciudad.

Entre los años 2014 y 2018, Tamara Contreras (2019), artista y fotógrafa, recreará la vida de las últimas familias que habitaron la Villa (Figura 4). A través de una serie de imágenes en blanco y negro de los escombros y vestigios del lugar, Contreras nos narra “la historia de una derrota”. Con su cámara, nos introduce en la ciudad de las altas torres espejadas y la pequeñez de los blocks de hormigón y fierro que resisten a la destrucción. Desde esa mirada nos invita a imaginar algo de esa intimidad y vida cotidiana de los últimos habitantes de Villa San Luis. Una vida de pobreza en un sitio de tierra donde la vegetación crece aún espontánea; lugar de árboles frondosos, como el pimiento que enmarca el paisaje de tierra junto a colchones, bicicletas, sofás desvencijados y gallinas que corren por el tierral, en una suerte de remedo del paisaje aéreo de Eyquem y sus huertos urbanos. De las imágenes de la nostalgia y el abandono desolador, la cámara transita hacia el derrumbe. Allí la imagen de la retroexcavadora acomete voraz sobre las pequeñas edificaciones de hormigón enmarcadas por torres altas y espejadas que devuelven, unas a otras, sus propios reflejos. En esa escenografía surgen los edificios, enjambre de fierros retorcidos y lozas quebradas como el desplome de un anhelo. A modo de corolario de este registro fotográfico, los retratos de las pobladoras mirando(nos) a la cámara.

figura 4 | Villa San Luis, vista al jardín, 2019

Fuente: Tamara Contreras ©

Tiempo después, el año 2019, la artista visual y performista Janet Toro Benavides invita a las pobladoras a participar en una acción de arte y denuncia (Figura 5). Acuden a la invitación catorce mujeres y un hombre; visten camisa blanca y pantalones negros, tal como lo han hecho históricamente tantos familiares de detenidos y desaparecidos. Se trata, relata la artista, de una acción mínima, que recoge el hecho emocional y corporal de este saqueo a personas que dignamente habían logrado conseguir el sueño de sus vidas: una casa. La intervención en Villa San Luis se centra en el cuerpo de estas pobladoras, como una forma de doblegar el dolor.

figura 5 | Performance El Despojo, Serie Intersubjetividad Urbana de Janet Toro, 2019

Fuente: Marucela Ramírez. Agrupación de ex pobladores y pobladoras Villa San Luis ©

La acción en el lugar es aparentemente simple: en una de las veredas, las pobladoras se paran mirando hacia el cerco de la Villa San Luis y los edificios derruidos. Janet Toro viste de negro y botas militares; las pobladoras permanecen ordenadas en hilera. La artista, con una tijera, corta un rectángulo proporcional a sus viviendas, en sus ropas, a la altura del pecho. Frente al gesto introvertido de las pobladoras, la artista impone con su tijera la agencia destructiva, un gesto visualmente extrovertido, violento, “la energía saqueadora”. Las lágrimas afloran y la emoción invade a todos quienes tienen relación con ese pedazo de historia: “Se trata de una acción mínima [… que] recoge el hecho emocional y corporal de este saqueo a personas que dignamente habían alcanzado el sueño de sus vidas”, explica Janet Toro. Para las pobladoras, el gesto habla de apelación a la justicia para que se “reintegre la dignidad” en sus vidas, “porque este es un duelo que no podemos dejar pasar u olvidar, que ha sido tremendamente doloroso” (M. Eugenia Cáceres, Agrupación ex pobladores, Villa San Luis; com. pers.).

Un museo en las ruinas

Tras la aprobación del Consejo de Monumentos Nacionales para la instalación de un memorial en el sitio, el camino queda abierto para remover y reutilizar los materiales ruinosos. Resguardando los valores del conjunto que son rememorativos y asociados a la vulneración de derechos, las obras que se recomiendan en el entorno son obras memoriales, medidas de reparación simbólica a las víctimas y medidas para visibilizar lo ocurrido. Se abre así un arco de intervenciones posibles (Bustamante & González, 2019).

Con voz firme y dolida, el arquitecto Miguel Lawner (com. pers., 2018) señala: “Yo personalmente no quiero exaltar la ruina, porque eso es exaltar el daño, el mal. Yo quiero exaltar la utopía, los sueños, lo que fue nuestra idea (…). Vamos a dejar un pedacito de ruina, naturalmente, como parte de la historia”. Hoy nadie sabe a ciencia cierta cuál será el futuro de estos dos edificios de Villa San Luis: ruina, memorial o museo. Lo cierto, sin embargo, es que cada uno de los gestos y acciones que allí se despliegan habla de topofilias que resisten a las distopías del escombro y a la injusticia del despojo histórico. Más que el resultado final, lo que queda son los gestos del duelo porfiado contra el olvido. En el cruce entre las subjetividades, las emociones y los imaginarios, el duelo colectivo toma lugar. Ese desplazamiento del escombro a la ruina (museo) al menos ensancha el campo de lo posible y abre el camino para cicatrizar.

“La L” o calle del Bronx, Bogotá. 2001-2020

La “calle del Bronx”, conocida por sus habitantes como “la L”, fue durante casi dos décadas el epicentro del tráfico de drogas y la vida callejera en Bogotá. En 2016, el barrio fue desalojado y derrumbado por la Alcaldía Mayor, en el marco de un plan de seguridad pública y renovación urbana del centro de la capital. En Colombia, los debates sobre los barrios marginalizados impactados por el narcotráfico han sido amplificados por medios de comunicación masiva que han ayudado a configurar narrativas del desprecio y representaciones de estos lugares como espacios del terror gobernados por el miedo. Dichas narrativas han servido para justificar prácticas de exterminio y desplazamiento urbano (Pabón, 2016; Taussig, 2003). No obstante, desde la perspectiva de quienes vivieron en lugares como el Bronx, aparece otro tipo de emociones, además del miedo, que permiten complejizar la lectura sobre este tipo de configuraciones heterotópicas. Una manera de explorar esta configuración emotiva (Jimeno, 2007, 2018; Reddy, 2001; Zaragoza & Moscoso, 2017) es acudir al pedazo, concepto “nativo” que refiere al territorio físico y existencial demarcado por materialidades, relaciones sociales y por las topofilias que los antiguos habitantes de “la L” mantienen con las calles del centro de Bogotá (Figura 6).

figura 6 | Ruinas del Bronx, 2018

Fuente: Oficina de prensa, Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (IDIPRON)

Renovar el olvido

En el año 2014, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, decidió mostrarle a la opinión pública que su gobierno estaba enfrentando la venta de drogas en las calles. Portando un casco de ingeniero y montado en una retroexcavadora, el presidente ordenó “la demolición de todas las ollas de la capital del país”. Con este performance, se hizo visible como agente “demoledor” del crimen y “renovador” del espacio público, en un ejercicio con antecedentes en la historia de las políticas antidrogas de Bogotá (Góngora & Suárez, 2008; Pabón, 2016; Suárez, 2012). Como ocurrió en otras oportunidades, las estadísticas del Ministerio de Salud continúan mostrando la persistencia del consumo de drogas, a pesar de la destrucción física de los expendios.

A finales de 2015, el urbanista Enrique Peñalosa ganó de nuevo la Alcaldía de Bogotá.5 Tras declarar el endurecimiento de la política contra el tráfico de drogas, el 28 de mayo de 2016 la Alcaldía realizó un operativo policial para desalojar la “calle del Bronx”. Tras el operativo, los habitantes de calle fueron llevados en camiones y dejados en otras ciudades, otros se vieron trasladados a albergues e instituciones de protección, otros resultaron arrinconados por la Policía hasta terminar refugiados en uno de los ríos canalizados que atraviesan la ciudad. El 18 de agosto 2016, el volumen del agua aumentó y decenas de personas provenientes del Bronx murieron ahogadas o desaparecieron. En los meses siguientes, los predios del barrio fueron demolidos por la Empresa de Renovación Urbana de la Alcaldía de Bogotá (Figura 7).

Después del despojo, algunos de los antiguos habitantes del Bronx emprendieron un proyecto de investigación acción para saber qué había pasado con sus “socios”.6 Dicho trabajo ha tenido varios efectos culturales y permitido que un grupo de jóvenes exhabitantes de calle movilicen una contranarrativa sobre el “problema de las drogas”, la vida callejera y la exclusión social en Colombia. El impacto de estas acciones ha estado, en gran medida, permeado por el intenso vínculo entre memoria, materialidades, lugares y emociones que analizamos a través del concepto de topofilia.

figura 7 | Ruinas del Bronx, 2018

Fuente: Oficina de Prensa, Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (IDIPRON)

Arte, drogas y memorias del pedazo

Los integrantes del colectivo Free Soul se conocieron el año 2008. Aún eran adolescentes y el destino los llevaba a vivir en el Bronx, lugar que ellos denominan “la L”, pues se trata de la intersección de dos calles aledañas a la plaza de Los Mártires, en el centro de Bogotá. Les gustaba el Hip Hop y se unieron para componer algunos “temas” en los que contaban sus historias y vivencias. Para ellos, el arte era una manera válida de narrar los avatares de la vida callejera, de construir vínculos, de reflexionar sobre el estigma, las drogas y el miedo. Como ellos mismos dicen, en esa época “teníamos muchos visajes” (situaciones difíciles) y “necesitábamos una estrategia para transformarlos en palabras”. En medio de la violencia que se vivía cotidianamente en la zona, la música les permitía a estos jóvenes hablar de los momentos sombríos y luminosos de su experiencia en el Bronx: el miedo a la “liebre” (acreedor o enemigo), “la paranoia” producida por el “bazuco” (pasta básica de coca adulterada), el poder, el sufrimiento, la música y los lazos que unen a los “socios”.

En 2016, luego de vivir el desalojo, los jóvenes raperos habitantes del Bronx ingresaron al Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (IDIPRON), y fundaron el colectivo de Hip Hop Free Soul, cuyo nombre, “alma libre”, les significa “libres de humo, libres de la bazuca, soltados por el diablo”. Se aventuraron a desarrollar una investigación para averiguar el paradero de sus “socios” y ganaron una beca de la Alcaldía para contar esa historia. Para esto propusieron realizar dos videoclips y una cartografía social que buscaba rescatar la memoria del pedazo a partir de visitas y caminatas por las ruinas de “la L”. Pero los edificios estaban siendo demolidos y los recorridos no pudieron realizarse (Figura 8). Iniciaron entonces un trabajo de memoria y reconstrucción tridimensional del lugar a través de una maqueta, en cuyo montaje participaron más de 120 excompañeros del Bronx. En el ejercicio de reconstrucción de “la L” quedó claro que aunque el lugar ya no existe físicamente, continúa presente en los cuerpos y en las experiencias de muchas personas, generando vínculos emotivos y relaciones significativas (Góngora et al., 2021; Rodríguez et al., 2020).

figura 8 | Ruinas del Bronx, 2018

Fuente: Oficina de Prensa, Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (IDIPRON)

La recreación de cada edificio con pequeñas cajas de cartón que los jóvenes fueron moldeando les ha permitido rememorar hechos violentos y tristes, como la pérdida de algunos “socios” en el interior de los predios que funcionaban como sitio de juzgamiento y tortura para quienes rompían las reglas impuestas por las organizaciones dedicadas al microtráfico. Pero en este trabajo de memoria brotaron también recuerdos positivos, relacionados con la vida en “la L”, un sitio excéntrico donde era factible vivir en eterno jolgorio, siempre y cuando se tuviera el dinero suficiente; un lugar para los habitantes de calle, donde era posible conseguir un “combinado” la ración de comida más barata del mercado callejero y sentir la solidaridad de los “socios” sin ser discriminados, porque “en medio de la mugre a nadie le faltaba una cobija para pasar la noche”. Por eso, aunque para algunos resulte paradójico o inexplicable, los jóvenes extrañan “la L”, pues el desalojo quebró sus formas de sociabilidad y destruyó el único espacio urbano en que era posible conectarse con las drogas, sin persecuciones ni prohibición. Al no existir un lugar de referencia, buena parte de la población habitante de calle tuvo que recurrir de nuevo a las alcantarillas y caños para mantenerse fuera de la vista de la policía, empeorando así sus condiciones de vida.

figura 9 | Maqueta de “la L” en el Museo Nacional, 2019

Fuente: Fotografía de Andrés Góngora

Al avanzar en la construcción del modelo a escala, se hizo evidente que el ejercicio de recordar la vida en el Bronx reconectaba cognitiva y emocionalmente a los jóvenes con su antiguo territorio. Observamos una materialidad con la capacidad de evocar memorias y emociones diversas asociadas con los espacios arquitectónicos (Figura 9). Escenas sexuales, drogas dispuestas en diferentes lugares y consumidas por personas en las más variadas posiciones, duelos de cuchillo, bailes, transacciones y, en general, una amplia gama de prácticas corporales fue posicionada en los “ranchos” y calles para representar situaciones y experiencias memorables. La historia, como plantea De Certeau (1990), comienza con los pasos, y los autores de la maqueta parecen haber seguido esa máxima. Primero delinearon las calles y dieron textura al asfalto, luego montaron los predios y trazaron, con sumo cuidado, los itinerarios y trayectorias de los “socios”. Así, fueron apareciendo el “campanero” (vigía), los “sayas” (agentes de seguridad), los “zorros” (carretas de reciclaje), la basura que obstaculizaba la entrada a “la L”, las rockolas, los cuartos de alquiler, los billares, las “taquillas” (expendios de bazuco) y los banderines de colores, usados para evitar que el espacio fuera observado desde el aire. Esta pieza de construcción colectiva, con sus interferencias y reapropiaciones, olvidos y ficciones, no deja de ser un potente objeto testimonial y un claro ejemplo de una trama de actantes que incluye afectos, emociones y sentires, que se teje en y a través del territorio o, para ser más precisos, de un vínculo topofílico.

Un museo en las ruinas de la heterotopía

A finales del año 2017, y gracias al vínculo entre el IDIPRON y la curaduría de etnografía del Museo Nacional de Colombia, la maqueta fue expuesta al público durante casi tres meses. Allí, los jóvenes de Free Soul y otros compañeros exhibieron el modelo a escala de “la L” y compartieron sus experiencias de vida con los visitantes. Posteriormente, en 2018, nació en el Museo Nacional la exposición temporal “Historias de la L: ensamblando un mundo en un modelo a escala”. Esta vez los jóvenes recrearon el espacio vivido y querido de “la L”, haciendo una nueva cartografía tridimensional para luchar contra la memoria institucionalizada (Butler, 2017), que insta al olvido sistemático de las heterotopías. Durante este proceso curatorial, el colectivo Free Soul se consolidó como un grupo de creación cultural e investigación en la acción. El ejercicio generó un proceso de circulación social de personas, materialidades y narrativas (Góngora et al., 2021), que abrió las puertas del museo a un grupo de jóvenes fuertemente estigmatizados. Al tiempo, la maqueta dejó su huella en el museo y se convirtió en un objeto generador de empatía. Terminada la exposición temporal, la pieza fue ofrecida en donación y actualmente forma parte de las colecciones del Museo Nacional, donde es exhibida en una de sus salas permanentes. Su puesta en escena permite hablar con los públicos acerca del sufrimiento que implica vivir en las grandes “ollas” de Colombia, pero también de los vínculos emocionales y de la potencia creativa que surgen incluso en los espacios más agrestes.

A inicios del 2019, el Museo Nacional, el IDIPRON y el colectivo fueron invitados por la Fundación Gilberto Alzate Avendaño (FUGA), entidad encargada del plan de renovación urbana del centro de Bogotá, para diseñar un “museo” en las ruinas del Bronx. Así surgió el Co-laboratorio de Creación y Memoria “La Esquina Redonda”, un lugar que aspira a contar las historias de la calle, la prohibición de las drogas y las poblaciones marginalizadas del centro de Bogotá. Un par de años después de la primera maqueta, los jóvenes y el equipo curatorial obtuvieron los permisos para entrar al Bronx e instalarse en una de las casas que aún no habían sido demolidas por la Empresa de Renovación Urbana. Allí se realizan diferentes prácticas artísticas y de memoria: se promueven visitas guiadas a las ruinas del Bronx; se hacen conciertos de Hip Hop para intentar recuperar los festivales de arte callejero que se realizaban en el pedazo (Figura 10); se dictan talleres de historia local y se realizan conversaciones sobre la prohibición de las drogas, la reducción de daños y el presente de los habitantes de calle.

figura 10 | Festival de Arte Callejero en el Bronx, 2019

Fuente: Fotografía de Andrés Góngora

El proyecto de renovación urbana del antiguo “Bronx”, aunque incorpora una ineludible lógica gentrificadora, ha traído a un grupo de exhabitantes del barrio de vuelta (Alcaldía de Bogotá, 2019). La experiencia muestra que el campo de la producción artística y cultural resulta fructífero para impulsar cambios en diferentes escalas, siempre y cuando los actores locales sean tratados como interlocutores válidos. De igual manera, la agencia de estos jóvenes permite movilizar una perspectiva diferente a las narrativas del desprecio, a la degradación urbana y al prohibicionismo dentro del relato de construcción de nación y de ciudad materializado en los guiones del Museo Nacional de Colombia y de La Esquina Redonda. Una narrativa sobre el desalojo y la vulnerabilidad (Butler, 2017) de los habitantes de calle, sobre los aspectos simbólicos y los intereses económicos que se tejen en torno a las ruinas urbanas, sobre el lugar del miedo en la vida callejera, sobre el papel del arte y las topofilias en los procesos de recomposición de poblaciones afectadas por la violencia y sobre la necesidad de crear, con las comunidades, espacios de resistencia y memoria.

Conclusiones

  1. En escenarios de crisis y transformaciones sociales profundas, el largo derrotero de los habitantes de las ruinas de Villa San Luis y el Bronx nos enseña que las sociedades latinoamericanas deben ser comprendidas desde sus historias de desplazamiento, desestabilización y fricción. Que excavar en las memorias es desentrañar las pequeñas historias de aquellos que viven sus vidas desde y dentro de esas ruinas, como interlocutores válidos que son. En Chile y en Colombia, como en toda América Latina, las ruinas evocan no solo los fracasos de proyectos políticos y económicos, sino también la violencia de las desigualdades producidas por el “progreso” en cada uno de los aspectos de la vida cotidiana. En las materialidades derruidas se encuban fuerzas de destrucción cuyos efectos parecen inconmensurables (Stoler, 2008). Sin embargo, las ruinas tal como hemos visto no invitan solo a la nostalgia o al lamento. Muy por el contrario, en su obstinación iterativa sobre la memoria y el olvido, la agencia de las materialidades de las ruinas (Gell, 1998) siempre incomoda y desde su carga emotiva desencadena procesos creativos y reivindicaciones políticas.
  2. Las derivas de estas ruinas dan cuenta de la “maleabilidad” de sus historias. En efecto, sanar esa larga y dolorosa trayectoria de despojos y violencias exige preguntarse por aquellas constelaciones significantes que permitieron transitar desde la utopía a los escombros, pero también de los escombros a la ruina, para otros futuros posibles. Explorar las implicancias emotivas y políticas de un mundo ruinoso y de los lugares históricamente negados, es la tarea que se han propuesto los habitantes de estos dos barrios latinoamericanos. Pero lejos de contentarse con la reificación de sus ruinas o de lo que se perdió, en ambos casos se crean nuevos horizontes a partir de lo que podría haber sido. Tanto en Villa San Luis como en el Bronx es posible observar cómo, desde una historia dolorosa y abusiva, se reformula y se crea un horizonte de futuro. Sea cual sea la explicación de este vínculo entre las personas y las ruinas, este siempre es histórico y político.
  3. Los objetos ruinosos no hablan solo desde su materialidad; las interpretaciones son lenguajes que los leen y a veces los reifican, pero siempre expresan algún tipo de afectos y vínculos histórica y subjetivamente construidos (Navaro-Yashin, 2009). Cuando la materialidad y sus evidencias adquieren primacía, el lenguaje, la representación, la imaginación y la interpretación participan en su cualificación y en su lectura moral. Así, la reminiscencia histórica se hace también presente y el trabajo de la memoria ya no se limita a una interpretación del pasado, sino que también se abre a un proceso de recomposición, superación del trauma del despojo y la producción de nuevos referentes cognitivo-emocionales y políticos (Jimeno, 2007, 2018).
  4. La ruina, nos dice Gordillo (2018), es el intento de conjurar el vacío y el vértigo que generan los escombros. Esto explica por qué las reificaciones del pasado proyectadas sobre las ruinas no son solo articulaciones racionales; son disposiciones emotivas, inseparables de la manera en que nos sentimos afectados por los objetos y lugares destruidos. En efecto, un campo de ruinas puede ser un campo de desolación, de vacío y pérdida. Las atmósferas y paisajes de las ruinas expresan misterio, tormentos, violencia, desolación o extrañeza. Son a menudo campos donde el afecto y la emoción se despiertan y se transmiten (Navaro-Yashin, 2009). De aquí proviene lo problemático, “el desasosiego a menudo insoportable que suscita en nosotros la visión de lugares de los que ha desertado la vida y que, sin embargo, continúan sirviendo como escenarios de vida” (Simmel, 1988, p. 119). En efecto, estas ruinas del despojo despiertan topofilias contradictorias (Tuan, 2007), esto es, lazos afectivos que hablan de amor y de dolor, de presencia y ausencia, de pertenencia y desarraigo.
  5. En el proceso de excavación del propio pasado, la memoria se convierte en el “medio” para explorar en ese pasado y reinventar un presente que permita desenmascarar los mecanismos del “progreso” que genera los escombros. El trabajo de la memoria en Bogotá y Santiago es también un ejercicio de poner en confrontación el sutil y a veces violento lenguaje de las ruinas, con los significados y desplazamientos emocionales e ideológicos que ellas despiertan. De allí la importancia de situarse en el cruce entre la producción histórica de estas ruinas y la experiencia de la percepción de quienes las ocupan, las marcan, las admiran y también las destruyen. En este sentido, las ruinas de Villa San Luis y del Bronx operan como metáfora del lazo social que amarra y desamarra a pobladores y gestores al tiempo pretérito; pero también son la expresión material de pugnas, desórdenes y voluntades que se encuban en la sociedad presente.
  6. En este ir y venir entre la memoria y el olvido, las marcas históricas, los repertorios culturales y las emociones participan, abriendo espacio para la imaginación, la creatividad, la magia de la mímesis y los sentidos (Taussig, 2002). La eficacia de estos actos radica, más que en su capacidad de representar, reclamar o denunciar, en la apuesta por las sinergias e intersubjetividades que estimulan y en los vínculos emotivos que propician. Es en ese vínculo donde se incuba la posibilidad del contagio de sentimientos de indignación y de catarsis amorosas frente a la violencia del despojo; y, en este mismo sentido, la capacidad de agencia política de las ruinas. En este tejido amorosamente creativo, entre habitantes, artistas y espectadores, reside el potencial emancipador del arte como crítica política y duelo sanador. Cuando el cuerpo logra hablar, el dolor fluye, sin la necesidad de la palabra o la norma paralizante (Taylor, 2021).
  7. Sin embargo, la memoria no es un depósito de significados históricos que el recuerdo recupera simplemente mirando hacia atrás. Estas historias nos recuerdan que excavar en las ruinas puede ser un ingrediente vital para el trabajo crítico del presente. La formulación de la memoria es un campo de disputa incesante entre qué y cómo recordar. De allí que las relaciones entre arte, memoria y contexto urbano sean necesariamente problemáticas y deban someterse a diversas estrategias conmemorativas, expresiones retóricas y montajes simbólicos a través de los cuales la política de la memoria elige dar forma al trauma histórico (Richard, 2009).
  8. Ahora bien, en este punto cabe preguntarse, ¿por qué esa insistencia en hacer de las ruinas un museo? Sabemos que los museos han sido sitios históricamente privilegiados de la institucionalización y normalización del discurso de la alta cultura y la construcción de nación. Sin embargo, pareciera ser que las nuevas perspectivas museológicas avanzan hacia otros horizontes: el museo como ágora y lugar emblemático para las memorias diversas y la lectura crítica de la historia. El museo como sitio privilegiado para contar experiencias dolorosas, promoviendo procesos de sanación y reconciliación. El museo como espacio para evidenciar la fuerza emotiva de las materialidades, desacralizando y descolonizando la manera de recoger y hacer visibles las memorias, trayendo al espacio expositivo los materiales que forman parte de la vida cotidiana, de las causas políticas, de los conflictos e historias de poblaciones afectadas por la violencia y el despojo. En efecto, un museo sobre el sueño socialista por una ciudad justa en el corazón del barrio de los grandes capitales financieros de Santiago, y un espacio de memoria sobre la vida callejera y el consumo de drogas en el centro del primer distrito creativo de Bogotá dedicado exclusivamente a la llamada “economía naranja”, son, en sí mismos, espacios provocadores. Pero también la oportunidad de pensar en “zonas de contacto” y fricción (Clifford, 1997), en el sentido de que en ellos confluirán diversos actores que no necesariamente comparten las mismas trayectorias culturales e históricas. Las experiencias de despojo aquí analizadas, y su relación con el arte y los espacios museales, nos hacen pensar también en la importancia de un museo que cobije. Un museo-casa, un espacio reducido donde ser feliz y realizar una experiencia de topofilia (Bachelard, 2000). Podríamos incluso anticipar que, una vez en este espacio, el visitante podrá redescubrir en su recorrido, solo o a través de procesos de mediación liderados por los despojados, la belleza de esa intimidad perdida. Una inversión de perspectiva, que dependerá del guion y de la museografía, pero, ante todo, de la capacidad de ensueño y rememoración del visitante. Será la forma, entonces, de contribuir a la imaginación y a la emoción, de manera tal de liberar a estos lugares de la indiferencia y de la racionalidad de la planificación urbana. Un lugar donde, como invita Gastón Bachelard (2000, pp. 22-34), la imaginación imagine sin cesar y se enriquezca con nuevas imágenes. En dichas condiciones, sea cual sea el relato curatorial, sea cual sea el diseño y arquitectura del museo, estas ruinas asegurarán la marca revolucionaria de una experiencia de topofilia en la ciudad para adentrarse en las memorias marginales.
  9. Finalmente, habría que concluir que en estas “heterotopías ruinosas” de gran potencial creativo se abre la posibilidad de comprender cuán heteronormativa es nuestra sociedad; y cuán violenta ha llegado a ser, al suprimir las voces disonantes. Pero también las ruinas nos advierten que el acto de recordar y de crear estos dispositivos (arte, memoriales o museos) sigue significando peligro, desestabilización y catástrofe. Lo cierto es que, en cada una de estas puestas en escenas de la memoria, sea a través del arte, de los gestos conmemorativos o museales, el plano de lo indeterminado y de los palimpsestos le gana a las certezas. En efecto, en cada una de esas expresiones se multiplican las temporalidades, se dislocan las categorías sensoriales; se subrayan la discontinuidad y la no linealidad del tiempo. De allí que en cada una de estas expresiones podamos reconocer, siguiendo a M. Foucault, expresiones heterotópicas (Góngora et al., 2021; Pinochet & Tobar, 2019). Ello permite pensar estas materialidades derruidas desde un estado de indeterminación particularmente productivo, puesto que, si bien en sus huellas físicas es posible identificar trazos del pasado, su dispersión y deterioro operan como una resistencia a la clausura en un relato único, homogéneo y monolítico.

Agradecimientos

Este artículo presenta resultados de la Investigación Fondecyt 1180352, “Ruinas Urbanas. Réplicas de Memoria en ciudades latinoamericanas. Bogotá, Quito y Santiago”. Investigadora responsable: Francisca Márquez.

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1 En 1968, el gobierno del democratacristiano Eduardo Frei Montalva le encargó al arquitecto Miguel Eyquem y a la Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU), la remodelación del parque San Luis, destinado a la clase media y media alta, en un terreno de 153 hectáreas en la comuna de Las Condes. En 1970, con la llegada de la Unidad Popular y el arquitecto Miguel Lawner a la CORMU, se incluyen en este proyecto familias de clase trabajadora.

2 Entrevista a Miguel Lawner, 2018, por J. Bustamante y F. Márquez.

3 Ministro de la Vivienda de la Unidad Popular que murió antes de inaugurarse el conjunto habitacional.

4 Otras intervenciones de arte: Lucrecia Conget, 2008; Valentina Utz, 2009; Valentina Henríquez, 2013; Manuela Flores, 2014; Elisa Assler, Anamaría Briede, Manuela Tromben, 2017.

5 En su primer gobierno, Peñalosa (1998-2000) demolió el antiguo barrio Santa Inés, conocido popularmente como “El Cartucho”, para construir un parque metropolitano.

6 Término que habla de amistad y parentesco de una persona que habita la calle.

vol 49 | no 147 | mayo 2023 | pp. 1-24 | artículos | ©EURE

doi: 10.7764/eure.49.147.07 | issn digital 0717-6236